Las disputas entre Estados e inversionistas extranjeros en las que el tema subyacente del conflicto es el medio ambiente, continúan dominando parte importante del debate jurídico y académico concerniente a los Acuerdos Internacionales de Inversión (AIIs). Pero, en ese mismo contexto, nuevas realidades ponen de manifiesto la creciente preocupación por los intereses de las comunidades, que ya sea por la cercanía geográfica o los intereses colectivos que los unan, se encuentran directa o indirectamente impactadas por la inversión.
Los AIIs,
ya formen parte de un Tratado de Libre Comercio (TLC) o de un Acuerdo autónomo,
han ido reflejando las inquietudes de los hacedores de políticas públicas, que
deben balancear entre intereses contrapuestos: protección del bien común (conservación
del medio ambiente, derechos colectivos, etc.) y la defensa de intereses
particulares (básicamente, el inversionista y su inversión). Por tal motivo,
tanto dentro de los textos de los AIIs, así como en los contratos suscritos por
los Estados con inversores, encontramos un número creciente de “cláusulas
sociales”, que en efecto, deben ser cumplidas por los inversionistas.
Como las “cláusulas
ambientales” antes de ellas, las cláusulas sociales lo que buscan es, como
requisito necesario para ejecutar un proyecto, valerse de la necesaria
aprobación de una determinada comunidad o población. Este requisito es distinto
de aquel o aquellos permisos que deben emanar de los estamentos del gobierno
central o subcentral (p.e. Poder Ejecutivo, Alcaldía, etc.).
Generalmente,
los gobiernos otorgan concesiones para la exploración y explotación minera,
previo al otorgamiento de los permisos y licencias ambientales, sociales y
demás. La factibilidad social y ambiental del proyecto en ocasiones no puede
ser determinada de antemano, ya sea por motivos técnicos (de ahí la licencia
para exploración), financieros (p.e. no se tienen los recursos para estudios de
impacto ambiental), o por otras tantas razones. De modo que se recurre al
examen a posteriori de estas cuestiones. Y es ahí cuando vienen los problemas.
El caso
Bear Creek nos puede ilustrar perfectamente. Este caso concernió a Perú y una
empresa, Bear Creek Mining Corporation, de capital canadiense. El arbitraje fue
llevado ante el CIADI, resultando en un laudo parcialmente a favor de Perú, que
terminó condenada al pago de una fracción de lo reclamado por el inversor.
Sobre esta demanda vamos a elaborar acerca de los aspectos sociales que fueron
considerados por el Tribunal en su Laudo final.
La empresa
había obtenido una concesión para la exploración y explotación del proyecto
minero Santa Ana, en el distrito de Huacullani, provincia de Chucuito, región
de Puno en el sur de Perú y cerca de la frontera con Bolivia. El desarrollo del
proyecto encontró la oposición de la comunidad y varios movimientos sociales se
sumaron a las protestas, entre ellos: el
Frente de Defensa de los Recursos Naturales de la Zona Sur de Puno, la Confederación
Nacional de Comunidades del Perú Afectadas por la Minería; Conami, entre
otros. Las protestas prosiguieron durante varios meses, en los cuales fue
pospuesto el otorgamiento de la licencia ambiental. Finalmente, un Decreto del
Poder Ejecutivo prohibió toda explotación minera en el área.
El
principal argumento de Perú para denegar la concesión fue la no obtención de la
denominada licencia social, ya que la empresa no pudo agenciarse el apoyo de la
comunidad para la ejecución del proyecto. Ya en arbitraje, el Estado peruano
llevó la cuestión de la cláusula social como parte de sus argumentos de
defensa. Aunque el tribunal arbitral al final decidió a favor de la empresa,
existe una opinión disidente de uno de los árbitros con respecto a la
determinación de la mayoría.
El Profesor
Philippe Sands, co-árbitro nombrado por Perú, consideró que la empresa no hizo
el esfuerzo suficiente para, junto al gobierno peruano, conseguir el visto
bueno de la comunidad donde se ejecutaría el proyecto. Opinó el Prof. Sands,
que a pesar de que los AIIs y en sentido general los Tratados, imponen
obligaciones directas únicamente a los Estados, no significa que carezcan de
efectos legales para otros actores, incluyendo inversionistas extranjeros. No
obstante lo debatible de la posición del Prof. Sands, lo cierto es que la no
obtención de la licencia social si puede tener un impacto significativo en la
determinación del daño y en la eventual compensación que recibirá el
inversionista. Como efectivamente sucedió en este caso, el tribunal arbitral
concedió a Bear Creek solo US$ 30 millones de los US$ 522 millones que
solicitaba.
Aunque
finalmente Perú no pudo convencer al tribunal arbitral con sus argumentos, el
caso Bear Creek nos deja una importante lección. Los inversionistas extranjeros
deben prestar especial atención a las sensibilidades de las comunidades que se
encuentran directa o indirectamente impactadas por sus proyectos. Por lo tanto
y ante esta realidad, las empresas deben redoblar sus esfuerzos para ganarse el
apoyo de las localidades y no únicamente dejarles este trabajo a los gobiernos,
utilizando estratégicamente las políticas de buena gobernanza, responsabilidad social
corporativa y las alianzas público-privadas.
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